El valor del ser humano (I parte)

 

En esta conversación Jesús se refiere dos veces al «Principio» para hacer referencia a las Palabras del Génesis. Remitámonos entonces al Génesis para nuestro análisis: En el relato de los siete días de la creación, al momento de llegar al hombre el Creador parece detenerse para tomar una decisión: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y a nuestra semejanza…» (Gen 1, 26). La narración bíblica no habla de su semejanza con el resto de las criaturas, sino solamente con Dios. La definición del hombre sobre la base de su relación con Dios («a imagen de Dios lo creó»), incluye la imposibilidad absoluta de reducir el hombre al «mundo». Es decir que desde las primeras frases de la Biblia se deja claro que el hombre no puede ser ni comprendido ni explicado hasta el fondo con las categorías sacadas del «mundo», es decir, el conjunto visible de los cuerpos. A pesar de esto también el hombre es cuerpo.

La frase «varón y hembra los creó» (Gen 1, 27) constata que esta verdad esencial acerca del hombre se refiere tanto al varón como a la hembra e induce a reflexionar en que Dios ha plasmado al hombre en el misterio de la creación como varón y hembra. En la descripción de la creación del Génesis 1, es necesario entender también el aspecto del valor: «Y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho»- (Gen 1, 31). Esto se refiere también al hombre, incluyendo su cuerpo ya que el hombre, al que Dios ha creado «varón y mujer», lleva impresa en el cuerpo, «desde el principio», la imagen divina.

El segundo relato de la creación el cual aparece en el capítulo 2 del Génesis, en el cual se narra que el hombre no encontró en los animales de la creación una ayuda adecuada (Gen 2, 20), constituye, en cierto modo, la más antigua descripción registrada de la autocomprensión del hombre y, junto con el capítulo 3, es el primer testimonio de la conciencia humana. La autocomprensión y conciencia característicos del hombre confirman su realidad de ser creado «a imagen de Dios».

Reflexión: ¿Soy consciente de ser creado a imagen y semejanza de Dios? ¿Qué implicaciones tiene esto en mi vida?

2) La inocencia originaria del hombre

El texto del Génesis que estamos analizando está escrito en lenguaje mítico que es el modo de expresarse de la época, sin embargo el término «mito» no designa un contenido fabuloso, sino un modo arcaico de expresar un contenido más profundo, es por esto que en esta narración antigua, descubrimos sin dificultad, el contenido, maravilloso de las verdades que allí se encierran.

Cuando Cristo nos habla del «principio» no sólo se refiere al misterio de la creación, sino también a la primitiva inocencia del hombre y al pecado original. El Génesis 3 comienza con la narración de la primera caída del hombre y de la mujer, vinculada al árbol que ya antes ha sido llamado «árbol de la ciencia del bien y del mal» (Gen 2, 17). Este árbol, como símbolo de la alianza con Dios, rota en el corazón del hombre, delimita dos situaciones diametralmente opuestas: la situación de la inocencia original y la del pecado original.

La inocencia originaria parece referirse ante todo al estado interior del ser humano, de la voluntad humana, e implica la conciencia. En cierto sentido, se entiende como rectitud originaria. El pecado original por su parte significa estado de gracia perdida, la gracia de la inocencia original.

La caída marca la diferencia esencial entre el estado de pecado del hombre y su inocencia original. Sin embargo Cristo en su conversación con los fariseos, cuando se refiere al «principio» ordena, en cierto sentido, sobrepasar el límite que hay entre ambas situaciones del hombre. No aprueba lo que «por dureza del… corazón» permitió Moisés, y se remite a las palabras de la primera disposición divina, «lo que Dios ha unido no lo separe el hombre» que están asociadas al estado de inocencia original del hombre. Esto significa que esta disposición no ha perdido su vigencia, aunque el hombre haya perdido la inocencia primitiva.

La respuesta de Cristo es decisiva y sin equívocos. Por eso debemos sacar de ella las conclusiones normativas, que tienen un significado esencial no sólo para la ética, sino sobre todo para la teología del hombre y para la teología del cuerpo que se establece sobre el fundamento de la palabra de Dios que se revela.

El estado de pecado forma parte del «hombre histórico», del de la época de Jesús y del de hoy, mientras que la inocencia original proviene de ser creado «a imagen de Dios».

En estas reflexiones hablaremos tanto de ese hombre «histórico», como de su «principio» y «prehistoria teológica».

La prehistoria teológica del hombre, es en cierto sentido, «ahistórica», es decir cuando nos referimos al estado del hombre antes del pecado original, se trata aquí obviamente de una dimensión interior, que escapa a los criterios externos de la historicidad, pero que, sin embargo, puede ser considerada «histórica». Más aún, está precisamente en la base de todos los hechos, que constituyen la historia del hombre también la historia del pecado y de la salvación y así revelan la profundidad y la raíz misma de su historicidad.

El hombre después de haber roto la alianza original con su Creador recibe la primera promesa de redención en las palabras del Génesis 3, 15 «Enemistad pondré entre ti y la mujer, entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar». Este versículo es conocido como Protoevangelio, porque de alguna manera preanuncia la buena nueva del evangelio, la victoria sobre Satanás traída por Jesucristo, nacido de María, la redención que traerá Jesús para el hombre histórico. Ya en el nuevo testamento Pablo presenta la perspectiva de la redención en la que vive el hombre histórico cuando escribe «…también nosotros que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos, suspirando por… la redención de nuestro cuerpo» (Rom 8, 23).

Reflexión: ¿Qué debo hacer desde el estado de vida en que me encuentro actualmente para mantener vigente en mí la disposición «lo que Dios ha unido no lo separe el hombre»

3. Cuerpo entre los cuerpos

Hoy reflexionaremos sobre el significado de la soledad originaria del hombre, basados en las siguientes palabras del libro del Génesis: «No es bueno que el hombre esté solo, voy a hacerle una ayuda semejante a él» (Gen 2, 18). En el concepto de soledad originaria se incluye: la autoconciencia, la percepción de su propio cuerpo y la autodeterminación.

Autoconciencia: «El hombre puso nombres a todos los ganados, a las aves del cielo y a todos los animales del campo, más para el hombre no encontró una ayuda adecuada» (Gen 2, 20). El hombre es consciente de estar solo porque se reconoce «diferente» del mundo visible, del mundo de los seres vivientes.

Cuerpo hecho para actividades humanas: El hombre puede dominar la tierra porque sólo él -y ningún otro de los seres vivientes- es capaz de «cultivarla» y transformarla según sus propias necesidades («hacía subir de la tierra el agua por los canales para regarla» (Gen 2, 5-6)). Esta capacidad, que proviene no solo de la mente sino también del cuerpo, distingue al hombre y lo «separa» de todos los animales. Por tal razón el hombre, desde el principio, está en el mundo visible como cuerpo entre los cuerpos y descubre el sentido de la propia corporalidad. El cuerpo, que le permite al hombre ser parte del mundo visible, lo hace al mismo tiempo consciente de estar «solo». El hombre habría podido llegar a la conclusión de ser sustancialmente semejante a los otros seres vivientes, basándose en la experiencia del propio cuerpo. Y, en cambio, como leemos, más bien llegó a la persuasión de estar «solo».

Autodeterminación: «De todos los árboles del paraíso puedes comer, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día que de él comieres, ciertamente morirás» (Gen 2, 16-17). Las palabras del primer mandamiento de Dios-Yahvé hablan directamente de la sumisión y dependencia del hombre-creatura de su Creador: Sin embargo, este hombre, creado «a imagen de Dios», debe discernir y elegir conscientemente entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte. Entiende el hombre lo que significa la palabra «morirás»? Esta palabra se presenta ante él como lo opuesto a todo aquello de lo que el hombre había sido dotado. El hombre debería haber entendido que ese árbol misterioso escondía en sí una dimensión de soledad desconocida hasta entonces. La alternativa entre la muerte y la inmortalidad que surge del Génesis 2, 17 hace parte del significado de su soledad frente a Dios mismo.

Este significado originario de soledad, induce también a reflexionar sobre la posible escasa conciencia que tiene el hombre sobre la verdad que le atañe y que está encerrada ya en los primeros capítulos de la Biblia. La soledad del hombre implica al mismo tiempo una relación única, exclusiva e irrepetible con Dios mismo.

Reflexión: ¿Soy consciente de quien soy, de mi trascendencia, de ser diferente al resto de la creación? A partir de lo anterior, ¿mantengo una relación única, exclusiva e irrepetible con Dios?

4. La comunión de varón y mujer

«Entonces Yahvé hizo caer un profundo sueño sobre el hombre que se durmió» (Gen 2, 21). Quizá, la analogía del sueño indica aquí un retorno específico del hombre-persona al no ser (el sueño tiene un componente de aniquilamiento de la existencia consciente del hombre), o sea, al momento anterior a la creación, para que, por iniciativa de Dios, el «hombre» solitario pueda surgir de nuevo en su creación «definitiva» como varón y mujer.

El hombre ha sido creado como un don especial ante Dios («Y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho»: Gen 1, 31), pero también como un valor especial para el mismo hombre: primero, por sí mismo; segundo, porque la «mujer» es para el hombre, y viceversa. El que la mujer haya sido formada «con la costilla» del hombre expresa de modo metafórico la homogeneidad de todo el ser de ambos. La homogeneidad del cuerpo, a pesar de la diferencia sexual, es tan evidente que el hombre (varón) al despertar del sueño, la expresa inmediatamente cuando dice: «Esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi carne» (Gen 2, 23). El varón manifiesta por vez primera alegría al ver a la mujer, la alegría por otro ser humano, por el segundo «yo» y la acepta inmediatamente como ayuda adecuada a él. Todo esto ayuda a establecer el significado pleno de la unidad originaria. La expresión «carne de mi carne» hace también referencia a que el cuerpo humano determina al hombre como persona, es decir, como ser que incluso en su corporeidad es «semejante» a Dios.

La unidad originaria se expresa como superación del límite de la soledad, en la que el hombre adquiere conciencia de sí mismo durante el proceso de «distinción» de todos los seres vivientes y al mismo tiempo, se abre hacia un ser afín a él, la mujer. La soledad del hombre se nos presenta no sólo como el primer descubrimiento de la trascendencia propia de la persona, sino también como apertura y espera de una «comunión de personas». «Comunión» indica esa «ayuda» que, en cierto sentido, se deriva del hecho mismo de existir «junto» a otra persona. En el relato bíblico este hecho se convierte en la existencia de la persona «para» la persona.

La comunión de las personas podía formarse sólo a base de una «doble soledad» del hombre y de la mujer que daba a ambos la posibilidad de ser y existir en una reciprocidad en la existencia, que ningún otro ser viviente habría podido asegurar. Para esta reciprocidad era indispensable todo lo que constituía la soledad de cada uno de ellos, la autoconciencia, la autodeterminación y el conocimiento del significado propio del cuerpo que lleva en sí los signos del sexo ya que la masculinidad y la femineidad, son dos modos de «ser cuerpo» del ser humano, creado «a imagen de Dios» (Gen 1, 27), dos modos que se complementan recíprocamente.

La teología del cuerpo, que desde el principio está unida a la creación del hombre a imagen de Dios, se convierte, en cierto modo, también en teología del sexo, o teología de la masculinidad y de la feminidad que, en el libro del Génesis, tiene su punto de partida.

Podemos deducir que el hombre se ha convertido en «imagen y semejanza» de Dios no sólo a través de la propia humanidad, sino también a través de la comunión que el varón y la mujer forman desde el comienzo. De este modo el relato podría también preparar para comprender el concepto de trinidad de la «imagen de Dios». Esto quizá constituye el aspecto teológico más profundo de todo lo que se puede decir acerca del hombre.

Las palabras del Génesis 2, 23 (Esto si es hueso de mis huesos y carne de mi carne), indican la nueva conciencia del sentido del propio cuerpo: sentido, que se puede decir, consiste en un enriquecimiento recíproco a través de la masculinidad y la feminidad. Este concepto, a través del cual la humanidad se forma de nuevo como comunión de personas, parece presentarse en el relato de la creación del hombre (y en la revelación del cuerpo contenida en él) con una conciencia profunda de la corporeidad y sexualidad humana, y esto establece una norma inalienable para la comprensión del hombre en el plano teológico.

Reflexión: ¿Qué implicaciones tiene para mí el ser consciente de que la comunión entre varón y mujer es imagen y semejanza de la comunión de Dios que es uno y trino?

5. El matrimonio uno e indisoluble

Las palabras que describen la unidad e indisolubilidad del matrimonio, se encuentran en el contexto inmediato del segundo relato de la creación, cuyo rasgo característico es la creación por separado de la mujer (Gen 2, 18-23). Allí leemos: «De la costilla que del hombre tomara, formó Yahvé Dios a la mujer, y se la presentó al hombre. El hombre exclamó: ‘Esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi carne. Esta se llamará varona, porque del varón ha sido tomada’» (Gen 2, 22-23). «Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre; y se unirá a su mujer; y vendrán a ser los dos una sola carne» (Gen 2, 24), palabras que son reafirmadas por Jesús en el evangelio en su conversación con los fariseos “Y serán los dos una sola carne» (Mt 19, 5).

Del contexto resulta que esta unión proviene de una opción, dado que el hombre «abandona» al padre y a la madre para unirse a su mujer. Esta unidad a través del cuerpo tiene una ética, como se confirma en la respuesta de Cristo a los fariseos en Mateo 19,6 y Marcos 10,9 «Lo que Dios unió no lo separe el hombre», y también una dimensión sacramental, estrictamente teológica. Y es así, porque esa unidad que se realiza a través del cuerpo indica, desde el principio, no sólo el «cuerpo», sino también la comunión «encarnada» de las personas y exige esta comunión.

Estas palabras de Jesús en el evangelio en su diálogo con los fariseos «Lo que Dios unió no lo separe el hombre», confirman que el Génesis 2,24 enuncia el principio de la unidad e indisolubilidad del matrimonio como el contenido mismo de la Palabra de Dios, expresada en la revelación más antigua». El pecado y la muerte entraron en la historia del hombre, en cierto modo, a través del corazón mismo de esa unidad, que desde el «principio» estaba formada por el hombre y por la mujer, creados y llamados a convertirse en «una sola carne» (Gen 2, 24).

Reflexión: ¿Qué significa la frase, “esta unidad a través del cuerpo tiene una ética”? ¿Qué entendemos por comunión encarnada?

6. El acto conyugal

La unidad, de la que habla el Génesis 2, 24 («y vendrán a ser los dos una sola carne»), es sin duda la que se expresa y se realiza en el acto conyugal. La formulación bíblica, extremadamente concisa y simple, señala al sexo, feminidad y masculinidad, como esa característica del hombre -varón y mujer- que les permite, cuando se convierten en «una sola carne», someter al mismo tiempo toda su humanidad a la bendición de la fecundidad. Sin embargo, el contexto de la formulación no nos permite detenernos en la superficie de la sexualidad humana, no nos consiente tratar del cuerpo y del sexo fuera de la dimensión plena del hombre y de la «comunión de las personas», sino que nos obliga a entrever desde el «principio» la plenitud y la profundidad propias de esta unidad, que varón y mujer deben constituir a la luz de la revelación del cuerpo.

El sexo, que es «constitutivo de la persona» demuestra lo profundamente que el hombre, está constituido por el cuerpo como «el» o «ella». El varón y la mujer, uniéndose entre sí (en el acto conyugal) tan íntimamente que se convierten en «una sola carne», descubren de nuevo, por decirlo así, el misterio de la creación («carne de mi carne y hueso de mis huesos»), retornan así a esa unión que les permite reconocerse recíprocamente. El hecho de que se conviertan en «una sola carne» es un vínculo potente establecido por el Creador. Pero el sexo es algo más que la fuerza misteriosa de la corporeidad humana, que obra casi en virtud del instinto. A nivel del hombre, el sexo expresa una superación siempre nueva del límite de la soledad inherente a la constitución de su cuerpo, esta superación lleva siempre consigo una cierta asunción de la soledad del cuerpo del segundo «yo» como propia.

Esta unidad, a través de la cual se convierten en «una sola carne», tiene desde el principio un carácter de unión que se deriva de una elección. Efectivamente, leemos: «El hombre abandonará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer». Si el hombre pertenece «por naturaleza» al padre y a la madre, en virtud de la generación, en cambio «se une» a la mujer (o la mujer al marido) por elección. El texto del Génesis 2, 24 define este carácter del vínculo conyugal y lo hace en la perspectiva de todo el futuro del hombre. Por esto, Cristo, en su tiempo, se remitirá a ese texto, de actualidad también en su época.

El cuerpo que, a través de la propia masculinidad o feminidad, ayuda a los dos desde el principio («una ayuda semejante a él») a encontrarse en comunión de personas, se convierte, de modo especial, en el elemento que constituye su unión cuando, por elección recíproca, se hacen marido y mujer. La unión conyugal presupone una conciencia madura del cuerpo y del significado de ese cuerpo en el donarse recíprocamente. En cada una de estas uniones se renueva, en cierto modo, el misterio de la creación en toda su profundidad originaria y fuerza vital. «Tomada del hombre» como «carne de su carne», la mujer se convierte a continuación, como «esposa» y a través de su maternidad, en madre de los vivientes (Gen 3, 20). La procreación se arraiga en la creación, y cada vez, en cierto sentido, reproduce su misterio.

El análisis hecho hasta ahora, demuestra cómo «desde el principio» esa unidad originaria del hombre y de la mujer, inherente al misterio de la creación, se da también como un compromiso de todos los tiempos.

Reflexión: ¿Qué significa «no tratar el cuerpo y el sexo fuera de la dimensión plena del hombre y de la comunión de las personas»?

7. La desnudez originaria

Las palabras que describen la unidad e indisolubilidad del matrimonio van seguidas por «Estaban ambos desnudos, el hombre y su mujer, sin avergonzarse de ello» (Gen 2, 25).

Las experiencias humanas originarias (inocencia, soledad, unidad y desnudez), pertenecen a la «prehistoria teológica» del hombre, pero su importancia radica en que están siempre en la raíz de toda experiencia humana. La experiencia del cuerpo en los textos bíblicos citados, se encuentra al inicio de toda la experiencia «histórica» sucesiva del hombre. La «revelación del cuerpo» como expresión de la persona, nos ayuda de algún modo a descubrir lo extraordinario de lo que es ordinario.

La frase, según la cual los primeros seres humanos, varón y mujer, «estaban desnudos» y sin embargo «no se avergonzaban de ello», describe indudablemente su estado de conciencia y su experiencia recíproca, en la desnudez, de la feminidad y de la masculinidad. Al afirmar que «no se avergonzaban de ello» el autor trata de describir esta experiencia con la máxima precisión que le es posible. Estas palabras hablan de la intimidad de la comunicación recíproca en toda su radical sencillez y pureza. A esta plenitud de percepción «exterior», expresada mediante la desnudez física, corresponde la plenitud «interior» de la visión del hombre según la medida de la «imagen de Dios» (Gen 1, 17). Según este pasaje, el varón y la mujer se ven a sí mismos con la visión del mismo Creador, de la que habla varias veces la narración: «Y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho» (Gen 1, 31). A través de la «desnudez» como bien originario del Creador, se manifiesta el valor «puro» del cuerpo y del sexo.

Sin embargo, después de algunos versículos, escribe el mismo autor: «Abriéronse los ojos de ambos, y entonces viendo que estaban desnudos, cosieron unas hojas de higuera y se hicieron unos cinturones» (Gen 3, 7). El adverbio «entonces» indica una nueva situación que sigue a la ruptura de la primera Alianza; a la desilusión de la prueba unida al árbol de la ciencia del bien y del mal, que constituía la primera prueba de «obediencia», esto es, de escucha de la Palabra en toda su verdad y de aceptación del Amor, según la plenitud de las exigencias de la Voluntad creadora. Esta situación nueva implica una experiencia del cuerpo nueva, de modo que no se puede decir más: «Estaban desnudos, pero no se avergonzaban de ello». La expresión «se dieron cuenta de que estaban desnudos» hace referencia a un cambio radical del significado de la desnudez originaria del uno frente al otro que surge como fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal: «¿Quién te ha hecho saber que estabas desnudo? ¿Es que has comido del árbol de que te prohibí comer?» (Gen 3, 11). Este cambio se refiere directamente a la experiencia del significado del propio cuerpo frente al Creador y a las criaturas.

Es significativo que la afirmación encerrada en el Génesis 2, 25, acerca de la desnudez recíprocamente libre de vergüenza, sea una enunciación única en su género dentro de toda la Biblia. ¿Qué es la vergüenza y cómo explicar su ausencia en el estado de inocencia originaria de la creación del hombre? Se trata de una real no presencia de la vergüenza, y no de una carencia de ella o de un subdesarrollo de la misma. Por lo tanto, el texto del Génesis 2, 25 excluye decididamente la posibilidad de pensar en una «falta de vergüenza», o sea, la impudicia, o que se la explique mediante la analogía con algunas experiencias humanas positivas, como las de la edad infantil o las de la vida de los pueblos primitivos. Estas analogías no sólo son insuficientes, sino que pueden ser además engañosas. Las palabras del Génesis 2, 25 «sin avergonzarse de ello» sirven para indicar una especial plenitud de conciencia y de experiencia, la plenitud de comprensión del significado del cuerpo.

La aparición de la vergüenza, y especialmente del pudor sexual, está vinculada con la pérdida de esa plenitud originaria. Con el pudor el ser humano manifiesta casi «instintivamente» la necesidad de la aceptación por parte del otro de este «yo» en su justo valor. Se puede decir, pues, que el pudor es una experiencia compleja en el sentido que, como alejando un ser humano del otro, al mismo tiempo busca su cercanía personal, creándoles una base y un nivel idóneos para relacionarse. El análisis del pudor indica lo profundamente que está arraigado en las relaciones mutuas, lo exactamente que expresa las reglas esenciales de la «comunión de las personas» y lo profundamente que toca la dimensión de la «soledad» originaria del hombre.

Reflexión: ¿Considero que es importante el pudor en el mundo de hoy? ¿Visto y actúo con pudor en todas las esferas de mi vida?

8. La libertad del don

Los sacramentos son signos visibles de la gracia de Dios. El hombre se constituye en un sacramento primordial, al ser signo que transmite eficazmente en el mundo visible el misterio invisible escondido en Dios desde la eternidad, el misterio de la verdad, del amor y de la vida divina, de la que el hombre participa realmente. El sacramento, como signo visible, se constituye con el hombre, en cuanto «cuerpo», ya que el cuerpo es capaz de hacer visible lo que es invisible: lo espiritual y lo divino.

El cuerpo humano, con su sexo, y con su masculinidad y feminidad, visto en el misterio mismo de la creación, es no sólo fuente de fecundidad y de procreación, como el resto de la naturaleza, sino que incluye desde «el principio» el atributo «esponsalicio», es decir, la capacidad de expresar el amor a través del cual la persona se convierte en don y -mediante este don- realiza el sentido mismo de su ser y existir. La conciencia del don condiciona, en este caso, «el sacramento del cuerpo».

La comprensión del significado esponsalicio del cuerpo es indispensable para conocer quién es el hombre y quién debe ser, y por lo tanto cómo debería actuar. Esto es cosa esencial para el porvenir del ethos humano. Con esta conciencia del significado del propio cuerpo, el hombre, como varón y mujer, entra en el mundo como sujeto de verdad y de amor, como sujeto de santidad.

El Génesis 2, 24 constata que los dos, varón y mujer, han sido creados para el matrimonio: «Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y vendrán a ser los dos una sola carne». El varón y la mujer, antes de convertirse en marido y esposa (en concreto hablará de ello a continuación el Gen 4, 1) surgen del misterio de la creación ante todo como hermano y hermana en la misma humanidad. La comprensión del significado esponsalicio del cuerpo en su masculinidad y feminidad revela lo íntimo de la libertad de don.

La libertad, entendida aquí sobre todo como autodominio, es indispensable para que el hombre pueda «darse a sí mismo», para que pueda convertirse en don, para que (refiriéndonos a las palabras del Concilio) pueda «encontrar su propia plenitud» a través de «un don sincero de sí». Esta libertad es la que hace posible el sentido «esponsalicio» del cuerpo que consiste en que el hombre acoge a la mujer «por sí misma», tal como ha sido constituida en el misterio de la imagen de Dios y recíprocamente, ella le acoge del mismo modo. La narración del Génesis 2, 25, nos permite deducir que el hombre, como varón y mujer, entra en el mundo precisamente con esta conciencia del significado del propio cuerpo.

El significado esponsalicio del cuerpo, por un lado, indica una particular capacidad de expresar el amor, en el que el hombre se convierte en don; por otro, la capacidad de vivir el hecho de que ambos son alguien a quien el Creador ha querido «por sí mismo», es decir, único e irrepetible: alguien elegido por el Amor eterno. La revelación y el descubrimiento del significado esponsalicio del cuerpo explican la felicidad originaria del hombre y, al mismo tiempo, abren la perspectiva de su historia terrena, en la que el hombre no dejará de conferir un significado esponsalicio al propio cuerpo. Aun cuando este significado sufre y sufrirá múltiples deformaciones, siempre permanecerá el nivel más profundo. La conciencia del significado «esponsalicio» del cuerpo constituye el componente fundamental de la existencia humana en el mundo.

La rectitud de intención en el intercambio del don consiste en una recíproca «aceptación» del otro, con lo cual la donación mutua crea la comunión de las personas. Cada uno es «dado» al otro como sujeto único e irrepetible, como «yo», como persona. Lo contrario de la aceptación del otro ser humano como don sería una reducción del otro a «objeto para mí mismo» lo cual testimonia el derrumbamiento interior de la inocencia en la experiencia recíproca.

Reflexión: ¿Cómo debo actuar, respecto a mi cuerpo, para ser signo visible de Dios en el mundo? ¿La donación que se hace al otro en la relación sexual puede ser completa si esta no se extiende a otras esferas de la vida? ¿Puedo hablar de libertad del don si no tengo pureza de corazón y rectitud de intención?

9. El ser humano como objeto para el otro

Dios se revela a Sí mismo sobre todo como Creador. Creador es el que «llama a la existencia de la nada», porque El «es amor» (1 Jn 4, 8). La creación, como obra de Dios, es un don que nace del amor. El hombre aparece en el mundo visible como la expresión más alta del don divino, porque lleva en sí la dimensión interior del don y con ella trae al mundo su particular semejanza con Dios.

Con las palabras: «No es bueno que el hombre (varón) esté solo -dice Dios Yahvé-, voy a hacerle una ayuda…» (Gen 2, 18), por primera vez aparece claramente una cierta carencia de bien. Lo mismo afirma el primer «hombre»; después de haber tomado conciencia de la propia soledad entre todos los seres vivientes sobre la tierra, espera una «ayuda semejante a él» (Gen 2, 20). Estas dos palabras: «solo» y «ayuda» indican lo fundamental que es para el hombre la relación y la comunión de las personas. Comunión de las personas significa existir «con alguno», y aún más, existir «para alguno». Una relación de don recíproco está implícita sin duda en la felicidad originaria del hombre. La felicidad proviene del amor. Si el hombre y la mujer dejan de ser recíprocamente don desinteresado, como lo eran el uno para el otro en el misterio de la creación, entonces se dan cuenta de que «están desnudos».

En el misterio de la creación, varón y mujer se ven y se conocen a sí mismos con toda la paz de la mirada interior que da la plenitud de la intimidad de las personas y se convierten en don recíproco alcanzando de este modo una comprensión especial del significado del propio cuerpo. Cuerpo, que manifiesta la comunión de las personas a través del don como característica fundamental de la existencia personal. La masculinidad-feminidad -esto es, el sexo- es el signo originario de una donación creadora y de una toma de conciencia por parte del hombre, varón-mujer, de un don vivido, por así decirlo, de modo originario. Este es el significado con el que el sexo entra en la teología del cuerpo.

«¿No habéis leído que al principio el Creador los hizo varón y mujer? Y dijo: Por esto dejará el hombre al padre y a la madre y se unirá a la mujer y serán los dos una sola carne» (Mt 19, 4-5). Parece que en la revelación originaria no está presente la idea de la posesión de la mujer como de un objeto, por parte del varón o viceversa. Pero, por otra parte, es sabido que, a causa del estado pecaminoso contraído después del pecado original, varón y mujer deben reconstruir con fatiga el significado del recíproco don desinteresado.

La inocencia interior como «pureza de corazón», en cierto modo, hacía imposible que el uno fuese reducido por el otro al nivel de mero objeto. Si «no sentían vergüenza» quiere decir que estaban unidos por la conciencia del don, tenían recíproca conciencia del significado esponsalicio de sus cuerpos, en el que se expresa la libertad del don y la riqueza interior de la persona como sujeto.

Con el pecado, el descubrimiento del significado esponsalicio del cuerpo dejará de ser para ellos una simple realidad de la revelación y de la gracia. Sin embargo, este significado permanecerá inscrito en lo profundo del corazón humano, como eco lejano de la inocencia originaria.

Reflexión: ¿He experimentado la felicidad de dar? ¿Cómo se vive esto en la relación conyugal? ¿Cuál es la diferencia entre una relación en la que soy tratado como ser humano a imagen de Dios y una en la que soy tratado como objeto?

10. La creación que se renueva

Es significativo que la situación, en la que marido y mujer se unen tan íntimamente entre sí que forman «una sola carne», se defina como «conocimiento». Recordemos las palabras que dijo María en la Anunciación: «¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón?» (Lc 1, 34). El «conocimiento», del que habla el Génesis 4, 1 «Conoció el hombre a su mujer, que concibió y parió a Caín, diciendo: ‘He alcanzado de Yahvé un varón’» y todos los textos sucesivos de la Biblia, llega a las raíces más íntimas de ese ser concreto, que el hombre y la mujer deben a su sexo.

Este «conocimiento» corresponde a la consumación del matrimonio, mediante el cuerpo. En el «conocimiento», de que habla el Génesis 4, 1, el misterio de la feminidad se manifiesta y se revela hasta el fondo mediante la maternidad, como dice el texto: «la cual concibió y parió». La mujer está ante el hombre como madre, sujeto de la nueva vida humana que se concibe y se desarrolla en ella, y de ella nace al mundo. Así se revela también hasta el fondo el misterio de la masculinidad del hombre, es decir, el significado generador y «paterno» de su cuerpo. La procreación hace que «el varón y la mujer» se conozcan recíprocamente en el «tercero» que trae origen de los dos.

En la maternidad y paternidad se hace patente como la constitución de la mujer es diferente respecto al varón; más aún, hoy sabemos que es diferente hasta en sus determinantes bio-fisiológicas más profundas. Se manifiesta exteriormente sólo en cierta medida, en la estructura y en la forma de su cuerpo. La maternidad manifiesta esta constitución interiormente, como particular potencialidad del organismo femenino, que con peculiaridad creadora sirve a la concepción y a la generación del ser humano, con el concurso del varón. El «conocimiento» condiciona la generación. El ciclo del «conocimiento-generación», tan profundamente arraigado en la potencialidad del cuerpo humano, fue sometido, después del pecado, a la ley del sufrimiento y de la muerte.

La masculinidad encierra en sí el significado de la paternidad, y la feminidad el de la maternidad. Toda la constitución exterior del cuerpo de la mujer, su aspecto particular que, con la fuerza de un atractivo perenne están al comienzo del «conocimiento», de que habla el Génesis 4, 1 están en unión estrecha con la maternidad. La Biblia (y después la liturgia), con la sencillez que le es característica, honra y alaba a lo largo de los siglos «el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron» (Lc 11, 2).

«He alcanzado un varón». La primera mujer parturienta tiene plena conciencia del misterio de la creación, que se renueva. Tiene también plena conciencia de la participación creadora que tiene Dios en la generación humana, obra de ella y de su marido, puesto que dice: «He alcanzado de Yahvé un varón». Las palabras del libro del Génesis, que son un testimonio del primer nacimiento del hombre sobre la tierra, encierran en sí, al mismo tiempo, todo lo que se puede y se debe decir de la dignidad de la generación humana.

El libro del Génesis pone de relieve que el hombre y la mujer han sido creados para el matrimonio: «…Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre; y se unirá a su mujer; y vendrán a ser los dos una sola carne» (Gen 2, 24). De este modo se abre la gran perspectiva creadora de la existencia humana, que se renueva constantemente mediante la procreación.

El hombre, a pesar de todas las experiencias de la propia vida, a pesar de los sufrimientos, de las desilusiones de sí mismo y de su estado pecaminoso, reconoce sin embargo, el «conocimiento» al «comienzo» de la «generación»; él así parece participar en esa primera «visión» de Dios mismo: Dios Creador «vio…, y he aquí que era todo muy bueno». Y, siempre de nuevo, confirma la verdad de estas palabras.

Reflexión: ¿Qué significa la frase «la participación creadora que tiene Dios en la generación humana»?

11. La Teología del Cuerpo

Pienso que entre las respuestas que Cristo daría a los hombres de nuestro tiempo y a sus preguntas, frecuentemente tan impacientes, seguiría siendo fundamental la que dio a los fariseos. Cristo se remitiría ante todo al «principio». Lo haría quizá de modo tanto más decisivo cuanto que la situación interior y cultural del hombre de hoy parece alejarse de ese «principio» cada vez más.

La respuesta de Cristo a los fariseos evoca verdades fundamentales y elementales sobre el hombre, como varón y mujer. Sin esto, no hay modo de construir una antropología teológica y, una «teología del cuerpo», de la que traiga origen también la visión plenamente cristiana del matrimonio y de la familia. Lo puso de relieve Pablo VI cuando en su Encíclica dedicada a los problemas del matrimonio y de la procreación humana, hizo referencia a la «visión integral del hombre» (Humanæ vitæ, 7). Se puede decir que, en la respuesta a los fariseos, Cristo presentó a los interlocutores también esta «visión integral del hombre», sin la cual no se puede dar respuesta alguna adecuada a las preguntas relacionadas con el matrimonio y la procreación.

La verdad importante para la visión integral del hombre se refiere al significado del cuerpo humano en lo que concierne a la persona. El hecho de que la teología comprenda también al cuerpo no debe maravillar ni sorprender a nadie que sea consciente del misterio y de la realidad de la Encarnación, es decir, por el hecho de que el Verbo de Dios se ha hecho carne, el cuerpo ha entrado, diría, por la puerta principal en la teología, esto es, en la ciencia que tiene como objeto la divinidad. La Encarnación -y la redención que brota de ella- se ha convertido también en la fuente definitiva de la sacramentalidad del matrimonio, del que trataremos más ampliamente a su debido tiempo.

Muchos hombres y muchos cristianos buscan en el matrimonio la realización de su vocación. Muchos quieren encontrar en él el camino de la salvación y de la santidad. Los que buscan la realización de la propia vocación humana y cristiana en el matrimonio, ante todo están llamados a hacer de esta «teología del cuerpo», cuyo «principio» encuentran en los primeros capítulos del Génesis, el contenido de su vida y de su comportamiento.

La bio-fisiología contemporánea puede suministrar muchas informaciones precisas sobre la sexualidad humana. Sin embargo, el conocimiento de la dignidad del cuerpo humano y del sexo se saca también de otras fuentes. Una fuente particular es la Palabra de Dios mismo, que contiene la revelación del cuerpo, ésa que se remonta al «principio».

¡Qué significativo es que Cristo, en la respuesta a todas estas preguntas, mande al hombre volver, al umbral de su historia teológica! el camino de la «redención del cuerpo», debe consistir en recuperar esta dignidad para vivir el auténtico significado del cuerpo humano, su significado personal y «de comunión».

Reflexión: ¿Cuáles son esas verdades fundamentales y elementales sobre el ser humano de las que nos habla la Teología del Cuerpo? ¿Qué significa la frase «Los que buscan la realización de la propia vocación humana y cristiana en el matrimonio, ante todo están llamados a hacer de esta «teología del cuerpo», cuyo «principio» encuentran en los primeros capítulos del Génesis, el contenido de su vida y de su comportamiento?