El Evangelio del pasado 11 de julio narraba cómo Jesús eligió a Doce para encomendarlos a una misión: predicar la Palabra de Dios. Así fue cómo un grupo de 28 jóvenes y dos sacerdotes sentían en aquella Eucaristía la invitación de Jesús a compartir siete días de formación, oración y convivencia. A pesar de la incertidumbre de esta llamada, el Señor ha sabido trabajar en el corazón de cada uno de nosotros, y en el común, para absorber el máximo jugo de este tiempo de gracia y conversión.
Ser cristiano es ser enviado. Nuestro equipaje no era más que el corazón cargado de ilusión y abierto para reconocer la presencia de Dios en el lugar al que nos dirigíamos, el Monasterio de la Conversión de las hermanas Agustinas, en Sotillo de la Adrara, localidad de Ávila.
En estos días, no solo hemos formado nuestra mente, sino también el cuerpo. Hemos realizado un campo de trabajo teniendo presente la importancia del lema benedictino: ora et labora, del sacrificio que dignifica a la persona y, con ella, el alma. El reparto de tareas que hemos ido cumpliendo estos días se ha completado con actividades como carpintería, labores en el huerto y en el campo. La importancia de este campo de trabajo se consumaba con los diversos diálogos que surgían con los amigos y con las hermanas y con sus testimonios de conversión.
Pura vida
Por las tardes, contábamos con sesiones formativas impartidas por las hermanas cuyo lema principal era: “PURA VIDA”. En estas tratábamos diversos temas como son el transhumanismo, que supone una desvirtuación de la propia naturaleza del ser humano; aprender a mirar a la muerte con libertad, pues la vida eterna forma parte del plan De Dios; cómo el ruido del día a día nos impide prestar atención a la belleza de la cotidianeidad y de la creación y nos imposibilita el reflexionar sobre las cuestiones más importantes que atañen a la vida de todo cristiano.
Los días finalizaban con diferentes veladas en las que no faltaron testimonios conmovedores de auténtica conversión, películas o canciones que tocaron nuestro corazón y que se vinieron con nosotros en el autobús de vuelta.
Toda esta maravillosa experiencia no hubiera sido posible sin el servicio y la compañía de nuestros dos queridos sacerdotes, Don Adrián y Don Alipio. Fueron en todo momento testimonio vivo de la presencia De Dios durante el campamento. Nos enriquecieron con su acompañamiento, su escucha y su dedicación constante hacia cada uno de nosotros.
A pesar de haber recibido toda esta gracia, cada uno de nosotros compartimos un ideal común que solo puede ser entendido desde el amor, la misericordia y la oración, en un caminar que nos acerque cada día más a Dios. La importancia de ser Iglesia para sostenernos unos a otros es primordial en un sistema que busca cada vez más el individualismo porque sabe que solo desde la comunión con los otros y con Dios se hace y se hará fecunda la vida.
Lucía Montero y Carlos Palanco