Mistérico

Reconozco que ahí puesto, el término resulta algo intrigante. Misterioso, bueno, de eso se trata.

Hoy, en la misa de once hemos dado la bienvenida a un catecúmeno, Fidel, que ha pedido la fe para entrar en la Iglesia. Y en la iglesia, porque el Ritual de Iniciación Cristiana (RICA) es tan hermoso que hasta ese detalle está cuidado: a los pies del templo, con su padrino, el padre Raúl López, de los Legionarios de Cristo, ha pedido incorporarse a la asamblea durante los domingos de la Cuaresma con vistas a su Bautismo, Comunión y Confirmación (los tres sacramentos de la iniciación cristiana) en la vigilia Pascual, la noche mas solemne del año.

A Fidel le han impuesto la cruz al cuello que lo identifica como aspirante a seguidor de Cristo. Y luego ha entrado en el templo, donde le habían reservado a él y sus acompañantes los dos primeros bancos del lado del Evangelio. Allí ha seguido la Misa… pero no entera. Y ese detalle es el que me ha movido a escribir, con el mayor atrevimiento, esta pequeña nota catequética por si sirve de algo.

Fidel ha sido convidado al banquete de la Palabra y, al término de las lecturas con su correspondiente homilía de nuestro párroco, se le ha hecho entrega de una Biblia para que sacie la sed que se le haya despertado y para que alumbre con ella como lámpara sus pasos. Su participación ha llegado hasta el Credo, con el que domingo a domingo el pueblo de Dios renueva su fe en un Dios trinitario.

Y después, se le ha invitado a marcharse. No hay desconsideración en esa despedida cortés sino preservación del misterio. Así lo ha hecho desde siempre la Iglesia con los catecúmenos, que solo eran admitidos al banquete eucarístico cuando habían digerido previamente la Escritura. Dice San Pablo a los corintios en la primera carta, cuando les comenta que al principio no estaban aptos para comer, solo leche, como niños de pecho, que es la expresión grafica que dibuja. Hace falta la catequesis para comer algo de más enjundia. Y la catequesis a la que me refiero no es solo la de Fidel…

Pero gracias a Fidel y el gesto del párroco con él, se me ha hecho consciente algo que a menudo se nos olvida. Que nuestra celebración dominical es un misterio. Y adentrarse en ese misterio del cuerpo y la sangre de Cristo transubstanciados requiere de cierta gradualidad. Primero, porque desvelarlo de improviso, a la carrera, de sopetón, de buenas a primeras, anularía el misterio. Es decir, requiere también de una aproximación progresiva.

El mayor misterio que celebramos sobre el ara del altar es cómo lo que vemos como pan sin levadura y vino son en realidad cuerpo y sangre de Cristo Nuestro Señor real y verdaderamente contenidos bajo esas dos especies junto al alma y la divinidad. He dicho que no vemos porque para descubrirlo hace falta mirar con los ojos de la fe. ¿Os acordáis que fue lo que Fidel pidió en la puerta de la iglesia antes de entrar? Exacto: fe. Sin la fe no hay misterio. Y nosotros creemos en el misterio del milagro eucarístico: cómo algo se convierte del todo en otra cosa sin que nosotros lo veamos.

Ya digo que ha sido gracias a esa invitación al catecúmeno a abandonar la asamblea como se me ha hecho más consciente el misterio que rodea nuestra fe. Porque, a menudo, nos da por pensar que la Eucaristía es una gran comunión en la que el pueblo de Dios, su Iglesia militante reunida en la pequeña porción que cabe en una iglesia (menguada además con las cautelas por Covid) se une a la celebración celestial. ¡Menudo misterio! Pero que, en realidad, es obra de los que por su propio pie acuden y comparten banco y hostias, pero cómo podrían haber consensuado otro símbolo de comunión. Qué equivocación. Qué lejos de lo que la Iglesia enseña y nosotros profesamos.

Y cuando Rafael el sacristán pega esos campanazos para avisar del momento de la consagración, no se trata de ninguna representación sino de una epíclesis genuina por la que la efusión del Espíritu Santo (igual que en Pentecostés aunque sin llamativas lenguas de fuego) convierte del todo las especies eucarísticas en cuerpo y sangre de Cristo. Ahí está el misterio de la Iglesia, que vive de la Eucaristía y no al revés.

Ahora he recordado que en su Evangelii Gaudium el papa Francisco alerta de la pervivencia de la herejía del neognosticismo, tan ligada por el lado malo al misterio. Aunque no al nuestro.

El Papa lo dice muy bien: “una fe encerrada en el subjetivismo, donde solo interesa una determinada experiencia o una serie de razonamientos y conocimientos que supuestamente reconfortan e iluminan, pero en definitiva el sujeto queda clausurado en la inminencia de su propia razón o de sus sentimientos”. (EG 94)

Se trataría, según este pensamiento herético, en un conocimiento por fases o por grados: quien está más arriba en la escala mistérica, tiene un mejor y más completo conocimiento de la doctrina de Cristo. Vamos, que el obispo está más cerca de comprender el misterio de la fe que el cura y este que el monaguillo.

Pero no es verdad. Ni el más avezado de los teólogos ni el más competente de los papas de Roma ha sido jamás capaz de explicar el misterio de la eucaristía, ese que la Iglesia, en su infinita sabiduría de madre, reserva a Fidel para el día de su bautizo, cuando con propiedad pueda ser llamado cristiano. Y qué día mas hermoso: la vigilia Pascual, la fecha exacta en que se conmemora el acontecimiento central de nuestra fe. Sin Resurrección -como dice también San Pablo- no hay eucaristía y sin eucaristía, no hay Iglesia.

Bienvenidos al misterio. Bienvenido, Fidel.

Por Javier Rubio.