¿Quién es mi prójimo? (10-07-2022)

¿Quién es mi prójimo? (Lc 10, 25-37)

En esto se levantó un maestro de la ley y le preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?». Él le dijo: «¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?». El respondió: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza y con toda tu mente. Y a tu prójimo como a ti mismo». Él le dijo: «Has respondido correctamente. Haz esto y tendrás la vida». Pero el maestro de la ley, queriendo justificarse, dijo a Jesús: «¿Y quién es mi prójimo?». Respondió Jesús diciendo: «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje llegó a donde estaba él y, al verlo, se compadeció, y acercándose, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y le dijo: “Cuida de él, y lo que gastes de más yo te lo pagaré cuando vuelva”. ¿Cuál de estos tres te parece que ha sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos?». Él dijo: «El que practicó la misericordia con él». Jesús le dijo: «Anda y haz tú lo mismo».

Reflexión

No nos lo pide, nos lo ordena: “ve y haz tú lo mismo”, pero ¿sabemos realmente quién es ese prójimo, y por qué Cristo nos dice que lo amemos?.
Por alguna razón, cuando pensamos en nuestro prójimo, tenemos tendencia a acordarnos de los que están sufriendo una guerra, o de los que habitan en países más pobres que el nuestro, pero no hace falta ir tan lejos; el prójimo al que el Señor se refiere suele estar más cerca: a nuestro lado. Puede ser esa persona que vive arriba, camina en tacones sin importar la hora, y pone la música a todo volumen justo a la hora de dormir; o el conductor que te toca el claxon, porque no avanzas lo suficientemente rápido cuando estás en un atasco; puede ser tu compañero de trabajo, o ese pariente inoportuno que te llama por teléfono siempre a deshora; incluso puede ser alguien de tu misma familia….

Pues es por estos por los que tenemos que empezar, por los más próximos, que es con los que tratamos todos los días. Hacer una obra de caridad con alguien lejano resulta muy fácil: solo hay que aportar algo material. Lo difícil es amar y perdonar a aquellos con los que podemos tener roces todos los días; pero eso, precisamente, es lo que Dios nos pide y espera de nosotros. Resulta fácil imaginar cómo una pareja, que decide formar una familia, sueña a sus hijos antes de su nacimiento. Les encantaría que se les parecieran, no sólo físicamente, que es lo de menos, si no en su manera de ser; que les tuvieran amor y respeto y siguieran sus costumbres y tradiciones; que fueran, obedientes, trabajadores, honrados y buenas personas; pero, sobre todo, que fueran una piña
ente ellos, se amaran y se protegieran siempre los unos a los otros. Pues sabiendo que Dios es nuestro Padre y Creador, y que Su Amor es infinitamente mayor del que pueda sentir cualquier humano, resulta fácil comprender lo que Él desea y espera de nosotros: que intentemos parecernos a Él en nuestras obras, que sigamos sus mandatos y que nos amemos los unos a los otros, cómo el lo hace. Pero como sabe que, con nuestros despistes y debilidades,
nos puede resultar muy difícil, para facilitarnos la labor, nos dio la tabla de la Ley, en la que nos dice cómo debemos de actuar para lograrlo, que es cumpliendo sus Mandamientos; y ya, en el límite del Amor, nos envió a Su Hijo el Amado, para que, muriendo en la Cruz para redimir nuestros pecados, nos diera ejemplo de cómo se debe de amar a el Padre y al prójimo. Dice San Gregorio Magno que Dios mide como medimos, perdona como perdonamos y nos socorre en la manera y las entrañas que nos ve socorrer.

Señor, conoces mis flaquezas mejor que nadie; sabes que, desde mi mentalidad de humano, por más que lo intento, no soy capaz de llegar a imaginar la grandeza de Tu Amor, ese que quieres que yo, en imitación tuya, le dé al que lo necesite, sin importar quién es, ni como me cae, ni lo que haga o a qué se dedique. La tarea es difícil, y tropezaré constantemente con todas mis debilidades, que conoces sobradamente; pero sé que cuento con Tu ayuda para levantarme y volver a intentarlo. Ayúdame a seguir el consejo de San Agustín, de procurar adquirir las virtudes que les falten a mis hermanos para, de esa manera, no ver sus defectos. Ilumíname para que solo vea en ellos las virtudes que les has dado, y para que, si en algún momento cometen un error sepa perdonárselo, como Tú haces conmigo constantemente.

Gracias Padre, por tu inmenso amor y comprensión.

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