“Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo; recibid el Espíritu Santo” (05-06-2022)

“Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo; recibid el Espíritu Santo” (Jn 20, 19-23)

Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo».  Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».

Meditación

Hoy celebramos Pentecostés, el día en que se produjo la Venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles, marcando así el nacimiento de la Iglesia.

La Sagrada Escritura, nos revela que Dios fue anunciando la venida del Espíritu Santo durante siglos a través de los profetas. En el Antiguo Testamento el Espíritu Santo era derramado sobre personas especiales, en un momento determinado de la historia para realizar una misión especial.

Pero Dios anunció a través de sus profetas que llegaría el día en que su Espíritu sería derramado sobre todos los que creyeran en Él, “Derramaré mi espíritu sobre toda carne” (Joel). Y “Os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne”. (Ezequiel 36, 25 – 27).

Jesús ratifica esta promesa del Padre cuando le dice a sus apóstoles antes de su ascensión al Cielo: “Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi Padre; vosotros, por vuestra parte, quedaos en la ciudad hasta que os revistáis de la fuerza que viene de lo alto”. (Lucas 24, 49).  

El Evangelio de hoy nos dice que los discípulos y los apóstoles de Jesús, después de su muerte, tenían miedo. Estaban encerrados en una casa, sin saber muy bien qué hacer, pero confiando y esperando, orando, a ser revestidos con esa fuerza de lo Alto que le había prometido Jesús.

Los apóstoles necesitaban, al igual que nosotros hoy en día también, la efusión del Espíritu Santo, esa fuerza que viene de lo alto, que te cambia completamente, que te da un corazón nuevo, que les dio a ellos la valentía y les proporcionó los dones necesarios para dar testimonio de Jesucristo y comenzar así su misión evangelizadora a lo largo del mundo.

Y lo primero que recibieron de Jesús fue la paz, porque Dios, el Espíritu Santo, trae la paz a nuestros corazones, una paz que es distinta a la paz de este mundo. Una paz que va más allá de los acontecimientos terrenales que estén ocurriendo a tu alrededor. Es la paz que se instaura en tu corazón y que te trae también alegría, la misma alegría con la que se llenaron los apóstoles cuando vieron al Señor. Dios siempre trae paz y alegría a nuestra alma.

Jesús les dijo: “Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”. Y dicho esto sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo”. El Señor los mandó a anunciar el Reino de Dios, la Buena Nueva, el evangelio, como Él mismo había estado haciendo durante su vida terrenal. Pero no iban a anunciarlo de cualquier manera, ni con tan solo su fuerza humana, sus esfuerzos o méritos, sino que iba a ser a través del Espíritu Santo que habían recibido, el que iba a hacer posible que esto se realizase. Nuestras propias fuerzas fracasan si Dios no está con nosotros. Es unidos a él, como la vid y el sarmiento, como podemos dar fruto y cumplir nuestra misión. Él es el que cambia nuestros corazones, completamente, convirtiendo nuestros corazones de piedra en corazones de carne, para que podamos dar así testimonio y realizar su plan salvífico para nosotros mismos y para los demás.

Así se inaugura la Iglesia, a través de los apóstoles, con la misión de expandir el evangelio a todas las criaturas, y así es como la Iglesia lo sigue haciendo hoy. Pero no es solo hoy en día una misión de los sacerdotes y los obispos. Es misión de todos los que formamos la Iglesia. Es nuestra misión también. Nosotros tenemos que compartir esa alegría, esa salvación que nos ha sido dada con los que todavía aún no conocen a Dios. No podemos guardárnoslo para nosotros solos. La iglesia necesita de nosotros como nosotros de la iglesia para que a través del Espíritu Santo que nos ha sido dado, podamos dar fruto.

Jesús en el evangelio de hoy acaba diciendo a sus apóstoles: “A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados, a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”. El Señor les da el poder de perdonar los pecados a través de Él, de su Espíritu Santo, al igual que Él había estado haciendo durante su vida pública. ¡Qué maravilla! ¡Qué grande es la misericordia del Señor que trata por todos los medios de que nos salvemos, de que no nos separemos de Él! Porque el pecado, al fin y al cabo, lo que hace es apartarnos de Dios, separarnos del Él y como consecuencia de todo esto, vienen todos los problemas y el caos.

La iglesia hoy sigue contando con los sacramentos que Dios nos dio para la salvación de las almas y el perdón de nuestros pecados: El Bautismo y la Confesión. Y en cada Eucaristía, Jesús se sigue haciendo presente, sigue estando entre nosotros, santificándonos con su gracia y uniendo así el Cielo y la Tierra. Con el bautismo borramos el pecado original de nuestras vidas, recibimos al Espíritu Santo y comenzamos una vida de gracia que tenemos que seguir cuidando a lo largo de nuestros días. En la confesión, Dios perdona nuestros pecados, a través del sacerdote, al igual que los apóstoles hicieron cuando Jesús se lo mandó y recibieron al Espíritu Santo. El Espíritu Santo hace esto posible, Él es Señor y dador de vida, de una vida nueva, de una vida de gracia.

ORACIÓN

Espíritu Santo, ven e inúndame con el fuego de tu amor. Toma tu lugar en mi corazón, rompe mis cadenas y libérame de todo lo que me sobra, de todo lo que no viene de Ti, de todo lo que me impide amar como Cristo. Dame un corazón limpio y bien dispuesto para recibirte, para saber reconocerte en toda situación, y así poder obtener tu paz, tu esperanza y tu alegría. Quita mis miedos y mis temores, para que con tu gracia, pueda responder siempre a tu llamada, y ser testigo tuyo ante el hermano necesitado de tu amor. Dame tu fuerza sobrenatural para perdonar siempre y sin espera, en súplica al Padre, como Cristo en la cruz. Y así, que mi vida entera sea un sacrificio de alabanza para creer, esperar, amar sin límite, siempre dócil a tus impulsos. Madre Inmaculada, que esperaste en el cenáculo junto a los apóstoles la venida del Espíritu Santo, enseña a orar a este tu hijo pequeño, intercede por mi para que tu corazón inmaculado unido al de Cristo, triunfe en mi vida y esté siempre conmigo.

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