“Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres” (29-08-2021)

DEJÁIS A UN LADO EL MANDAMIENTO DE DIOS PARA AFERRAROS A LA TRADICIÓN DE LOS HOMBRES
(MC 7,1-8.14-15.21-23)

En aquel tiempo, se acercó a Jesús un grupo de fariseos con algunos escribas de Jerusalén, y vieron que algunos discípulos comían con manos impuras, es decir, sin lavarse las manos. (Los fariseos, como los demás judíos, no comen sin lavarse antes las manos restregando bien, aferrándose a la tradición de sus mayores, y, al volver de la plaza, no comen sin lavarse antes, y se aferran a otras muchas tradiciones, de lavar vasos, jarras y ollas.)

Según eso, los fariseos y los escribas preguntaron a Jesús: «¿Por qué comen tus discípulos con manos impuras y no siguen la tradición de los mayores?»
Él les contestó: «Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos.” Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres.»

Entonces llamó de nuevo a la gente y les dijo: «Escuchad y entended todos: Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro.»

REFLEXIÓN 

“Solo con el corazón se puede ver bien, lo esencial es invisible a los ojos”.  Era una niña cuando leí por primera vez “El Principito” y esa frase me ha cautivado desde entonces. Ha sido lo primero en lo que he pensado, al terminar de repasar el Evangelio que nos propone la Iglesia para este XXII domingo del Tiempo Ordinario.

“Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre”, nos dice Jesús.

Antoine de Saint-Exupéry era un escritor y aviador francés, y cuando publicó esta obra en 1941, no creo que haya llegado a intuir todo el bien que haría en la vida espiritual de tantas personas, tanto así, que hasta el papa Benedicto XVI ha citado sus escritos en varias ocasiones.

Resulta que en el planeta El Principito había, como en todos los planetas, hierbas buenas y hierbas malas. Por lo tanto, buenas semillas de hierbas buenas y malas semillas de hierbas malas. Pero las semillas son invisibles. Duermen en el secreto de la tierra hasta que a una se le antoja despertarse. Entonces se estira, y extiende tímidamente hacia el sol una encantadora ramita inofensiva. Si se trata de una ramita de rábano o de rosal, se la puede dejar crecer como quiera. Pero si se trata de una maleza, hay que arrancarla en seguida, en cuanto se le reconoce.

Ahora bien, había unas semillas terribles en el planeta de El Principito… eran las semillas de baobab. El suelo del planeta estaba plagado de ellas. Y de un baobab, si uno se deja dominar, no es posible librarse nunca más. Obstruye todo el planeta. Lo perfora con sus raíces. Y si el planeta es demasiado pequeño, y si los baobabs son numerosos, lo hacen estallar.

“Es cuestión de disciplina, me decía más tarde el Principito. Después de terminar la higiene matinal, hay que hacer con cuidado la limpieza del planeta. Hay que obligarse regularmente a arrancar los baobabs en cuanto se los distingue de los rosales, a los que se parecen mucho cuando son muy jóvenes”.

De esta metáfora deducimos rápidamente que el planeta de donde proviene el Principito (El asteroide B-612) es, en definitiva, nuestra alma, y los temibles baobabs, los malos propósitos que van naciendo “tímidamente”, en nosotros. “No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero”, diría san Pablo.

Y de un baobab, si uno se deja estar, no es posible librarse nunca más. Obstruye todo el planeta. Lo perfora con sus raíces. Y si el planeta es demasiado pequeño, y si los baobabs son numerosos, lo hacen estallar.

Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad: Son algunos de los nombres de los baobabs.

Todos llevamos algún baobab en el corazón. Puede que solo esté su semilla, invisible, dormida y sin ramificación alguna. Otros, en cambio pueden estar sufriendo ya los efectos de su crecimiento. El impacto de ese baobab que expande sus raíces y que todo lo revuelve, lo cambia y lo desestabiliza.

“Ver con el corazón” implica aceptación del misterio, de ese misterio que hace bello el desierto por un pozo que no se ve.

Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio. Y renueva un espíritu recto dentro de mí. Hay alrededor de 750 referencias al corazón en la Palabra de Dios. Las Escrituras nos dicen que el corazón encubre, discierne, instruye, medita, reflexiona, percibe, planea, argumenta, pondera, piensa y sopesa. Aunque científicamente sabemos que es el cerebro el que procesa y organiza la información, es el corazón el que dirige, incluso, esas actividades.

El corazón puede dolerse, anhelar, desear, desesperarse o menospreciar. Puede afligirse, odiar, temer, lamentarse, amar, codiciar, enfurecerse, ofenderse, quedar absorto, temblar o palpitar. La promesa del nuevo pacto en el Antiguo Testamento es una promesa para transformar el corazón. “Yo les daré un solo corazón y pondré un espíritu nuevo dentro de ellos. Y quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne, para que anden en mis estatutos, guarden mis ordenanzas y los cumplan. Entonces serán mi pueblo y Yo seré su Dios.

El corazón es la sede de la personalidad moral. – Nos dice el Catecismo de la Iglesia-. La lucha contra la concupiscencia de la carne pasa por la purificación del corazón: “Mantente en la simplicidad y en la inocencia, y serás como los niños pequeños que ignoran la perversidad que destruye la vida de los hombres”.

Así, a los “limpios de corazón” se nos promete que veremos Dios cara a cara y que seremos semejantes a Él. La pureza de corazón es el preámbulo de la visión. Ya desde ahora esta pureza nos concede ver según Dios, recibir al otro como un “prójimo”; nos permite considerar el cuerpo humano, el nuestro y el del prójimo, como un templo del Espíritu Santo, una manifestación de la belleza divina.

Oración

Oremos hoy con san Agustín: “Dame un corazón amante, y sentirá lo que digo. Dame un corazón que desee y que tenga hambre de ti Señor Jesús; dame un corazón que se mire como desterrado, y que tenga sed, y que suspire por la fuente de la patria eterna; dame un corazón así, y éste se dará perfecta cuenta de lo que estoy diciendo”.  Amén.

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