El crucificado parroquial está de regreso en el Templo tras su restauración

El crucificado de la Vera Cruz tallado por el escultor e imaginero Alberto Pérez Rojas está de regreso en nuestro templo parroquial tras su restauración. El Cristo, elaborado en madera de cedro y policromado al óleo, mide 1,95 metros, es de inspiración clásica y cuenta con un semblante sereno.

En la solemnidad de Jesucristo, sumo y eterno sacerdote celebrada el pasado 1 de junio, el párroco de San Juan Pablo II, D. Adrián Ríos, presidió la Eucaristía de siete y media de la tarde y dirigió una meditación ante la imagen del crucificado.

Sacerdote, altar y víctima

Durante su meditación, Ríos expresó que el sacerdocio que Jesús inaugura, distinto al del Antiguo Testamento, es el culto que el Padre quiere, “y el culto que el Padre quiere no tiene nada que ver con sacrificios externos que no llevan a la conversión, sino, el sacerdocio de la nueva alianza. Tiene que ver, más bien, con una triple dimensión: Sacerdote, altar y víctima”.

Por ese motivo, “es muy significativo tener a los pies del altar el Cristo crucificado, para hacernos tomar conciencia que la Misa no es un recuerdo del sacrificio del Señor, sino un memorial, un acontecimiento que se actualiza de forma incruenta, es decir, sin derramamiento de sangre,  obra del Espíritu Santo y de la Palabra pronunciada por el sacerdote en cada Eucaristía”.

El párroco de San Juan Pablo II manifestó que, en cada Misa, “nos volvemos a situar en el sagrario- calvario, con la vista imaginativa, como diría san Ignacio de Loyola, para presenciar el sacrificio por amor extremo hacia nosotros. El Señor, por medio de este sacrificio salda toda la deuda de nuestros  pecados”.

Por eso, afirmaba que, tras la nueva alianza, “sacerdote, víctima y altar son el mismo Cristo como sumo y eterno sacerdote perpetuado en el tiempo”. Por tanto, “este sacerdocio eterno hay que contemplarlo y adorarlo en la Eucaristía expuesta a la adoración, en primer lugar, y en la imagen sagrada de cualquier crucificado donde recordamos el amor extremo y el sacerdocio que Cristo inauguró”.

Dar la vida

“¿Pero este sacrificio que nos obtiene el perdón de los pecados, de qué manera nos implica a nosotros? Se interrogó. En primer lugar, a través del derramamiento de su gracia y no de manera simbólica, sino real y efectiva. Participamos de su sacerdocio cuando nos dejamos comer por los demás, que se traduce en dar la vida. Eso nos pide a nosotros el Señor a través del sacerdocio común, miembros del pueblo sacerdotal: dar la vida, no migajas o lo que sobra, ¡dar la vida!”, afirmó.

Sacerdocio común

En este sentido, “participar del sacerdocio común implica ser otros cristos, estando crucificados con Él. Una misión que no es solo para los sacerdotes, sino, para todo bautizado que recibe por gracia el sacerdocio común. Del sumo y eterno sacerdocio inaugurado por Cristo participamos todos los cristianos”.

“Dar la vida no es cosa de curas y de monjas, se trata de dar la vida en la familia, por el prójimo; es ofrecer tiempo, dinero y aceptar el señorío de Cristo en mi vida. Darme hasta olvidarme de mi, como Él se olvidó de sí”. Advirtió que “darse hasta olvidarse de sí es imposible humanamente hablando, es necesaria su gracia unida a nuestra humanidad. Eso significa que Él va obrando a su manera en nuestra vida y nosotros nos dejamos hacer persuadidos por la gracia y por su amor, de manera casi natural”.

Sacerdocio triunfante

Finalmente, ha reflexionado sobre la trascendencia de la cruz. “El final no está en el madero, ni en el sacrificio. Donde el Señor ve cumplido su ministerio es en la Gloria Eterna, en el Cielo. El Señor en su ascensión inauguró el verdadero culto que Dios quiere a través de la alabanza eterna. Todos nosotros estamos llamados a participar de su sacerdocio triunfante, glorioso, reinante, victorioso; desde allí nos obtiene toda la gracia a través de su Pasión”.

GALERÍA 

Posts Relacionados