El Espíritu Santo os irá recordando todo lo que os he dicho (22-05-22)

El Espíritu Santo os irá recordando todo lo que he dicho (Jn 14, 23-29)

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

«El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guarda mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió.  Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado,  pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho.

La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde.  Me habéis oído decir: “Me voy y vuelvo a vuestro lado”. Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo.

 Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis».

Reflexión    

El Evangelio nos prepara ya, de alguna manera, para la fiesta de Pentecostés, situando la persona del Espíritu Santo en el centro del pasaje que leemos este domingo.

Durante el tiempo de Pascua,  la Palabra de Dios se resume en dos aspectos: una realidad y unos efectos. La realidad es el acontecimiento de la Resurrección de Jesucristo; no como hecho autónomo, sino unido con la Pasión y la Muerte del Señor. La imagen más nítida para comprender el nexo Muerte-Resurrección de Cristo la ofrecen las llagas que el Resucitado muestra al incrédulo Tomás. Jesús está vivo, pero no oculta la realidad del sufrimiento anterior. En cuanto a los efectos que la Resurrección produce entre los discípulos sobresalen la tristeza convertida en alegría y la cobardía transformada en valentía. Los textos evangélicos de los pasados domingos dan sobrada cuenta de estos efectos. Esta vez se nos insiste de nuevo en uno de ellos: la paz, una paz de la que el Señor afirma que «no os la doy yo como la da el mundo», sino que ofrece una consistencia que, naciendo de Dios, supera lo cambiante y efímero de la paz que podemos alcanzar con nuestras propias fuerzas. Pero, sin duda, todas las consecuencias de la Resurrección del Señor tienen como motor al Espíritu Santo.

Maestro y memoria

Poco antes de morir, Jesús quiere provocar una certeza en sus discípulos: nunca estarán solos o abandonados. Consciente de la no sencilla misión que tienen por delante, el Señor sabe que necesitan un apoyo especial para desempeñar con éxito la tarea que les es encomendada y quiere mostrarles que el Espíritu Santo será esa ayuda. La palabra con la que se designa aquí a la tercera persona de la Santísima Trinidad es «Paráclito», que significa literalmente «abogado». El Espíritu es, en efecto, el que les va a impulsar y sostener en la difícil pero apasionante labor que van a desempeñar cuando ya no puedan ver al Señor como hasta ahora. El texto dice que «será él quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho». Si nos fijamos, esta doble función de maestro y recuerdo resume realidades ya presentes anteriormente.

En primer lugar, el «Maestro» por excelencia ha sido Jesús. De hecho, la palabra «discípulo» hace alusión siempre al maestro, no entendiéndose el vínculo del Señor con quienes le seguían sin este aprendizaje de una doctrina, pero fundamentalmente de un modo nuevo de afrontar la vida.

En segundo lugar, la palabra «memoria» no es nueva ni siquiera del Nuevo Testamento. La relación del pueblo de Israel con Dios se había comprendido desde hacía muchos siglos bajo esta categoría. Si el pueblo de Dios confía en Dios es porque guarda memoria de la salvación que ha tenido lugar en episodios clave de su historia, ocupando un lugar privilegiado en este recuerdo la liberación de Israel de las manos del faraón. Han pasado los siglos y ahora los discípulos deben recordar no solamente lo ocurrido hacía más de 1.000 años, sino que deben, sobre todo, interiorizar la enseñanza de Jesús. Sería impropio reducir la acción del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia inicial a un cambio de ánimo o un ímpetu externo en el anuncio del Evangelio. La auténtica acción del Paráclito consiste, ante todo, en interiorizar cuanto ha sucedido, es decir, en leer toda la vida y enseñanza del Señor a la luz de lo que el Espíritu Santo les va mostrando. Si la comunidad es el protagonista visible de la Iglesia, el Espíritu es el actor invisible.

La misión de la Iglesia desde entonces no ha sido otra que lograr que haya sintonía entre comunidad y Espíritu Santo. Muestra de ello es la resolución del Concilio de Jerusalén, que escuchamos en la primera lectura de este domingo. La conclusión de la no obligatoriedad de las leyes judías para los cristianos procedentes del paganismo es considerada por los apóstoles como fruto de la acción del Espíritu Santo, que no abandona a su Iglesia. Esta presencia y ayuda no se circunscribe al siglo I, sino que continúa hasta nuestros días.

 

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