28) Dios de vivos
Los saduceos se refieren a la llamada ley del levirato (Dt 25, 5-10), y basándose en la prescripción de esa antigua ley, presentan el siguiente «caso»: «Eran siete hermanos. El primero tomó mujer, pero al morir no dejó descendencia. La tomó el segundo, y murió sin dejar sucesión, e igual el tercero, y de los siete ninguno dejó sucesión. Después de todos murió la mujer. Cuando en la resurrección resuciten, ¿de quién será la mujer? Porque los siete la tuvieron por mujer» (Mc 12, 20-23). Esta vez Jesús responde así: «¿No está bien claro que erráis y que desconocéis las Escrituras y el poder de Dios? Cuando en la resurrección resuciten de entre los muertos, ni se casarán ni serán dadas en matrimonio, sino que serán como ángeles en los cielos» (Mc 12, 24-25).
Jesús les demuestra primero un error de método: no conocen las Escrituras; y luego, un error de fondo: no aceptan lo que está revelado en las Escrituras -no conocen el poder de Dios-, no creen en Aquel que se reveló a Moisés en la zarza ardiente. Les responde Jesús que el sólo conocimiento literal de la Escritura no basta porque la Escritura es, sobre todo, un medio para conocer el poder de Dios vivo, que se revela en ella a Sí mismo. En esta revelación Él se ha llamado a Sí mismo «el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y de Jacob», de aquellos, pues, que habían sido los padres de Moisés en la fe. Todos ellos han muerto ya hace mucho tiempo; sin embargo, Cristo completa la referencia a ellos con la afirmación de que Dios «no es Dios de muertos, sino de vivos». Esta afirmación-clave, en la que Cristo interpreta las palabras dirigidas a Moisés desde la zarza ardiente, sólo puede ser comprendida si se admite la realidad de una vida, a la que la muerte no pone fin.
Llegará el momento en que Cristo dé la respuesta, sobre esta materia, con la propia resurrección; sin embargo, por ahora se remite al testimonio del Antiguo Testamento, demostrando la verdad sobre la inmortalidad y sobre la resurrección. Cristo es la última palabra de Dios sobre este tema: efectivamente, la Alianza, que con El y por Él se establece entre Dios y la humanidad, abre una perspectiva infinita de Vida: y el acceso al árbol de la vida -según el plan originario del Dios de la Alianza- se revela a cada uno de los hombres en su plenitud definitiva. Este será el significado de la muerte y resurrección de Cristo, el misterio pascual. Sin embargo, la conversación con los saduceos se desarrolla en la fase pre-pascual de la misión mesiánica de Cristo.
La resurrección, según las palabras de Cristo referidas por los evangelios, significa no sólo la recuperación de la corporeidad y el establecimiento de la vida humana en su integridad, mediante la unión del cuerpo con el alma, sino también un estado totalmente nuevo de la misma vida humana. Hallamos la confirmación de este nuevo estado del cuerpo en la resurrección de Cristo (Rom 6, 5-11).
Reflexión: ¿Qué implicaciones tiene en nuestro diario vivir la perspectiva de la vida eterna?
29) La verdad de la resurrección
La misma respuesta de Cristo a los saduceos sobre el caso de los siete hermanos, en la versión de Lucas introduce algunos elementos que no se hallan ni en Mateo ni en Marcos. He aquí el texto: «Díjoles Jesús: Los hijos de este siglo toman mujeres y maridos. Pero los juzgados dignos de tener parte en aquel siglo y en la resurrección de los muertos, ni tomarán mujeres ni maridos, porque ya no pueden morir y son semejantes a los ángeles e hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección» (Lc 20, 34-36). Ese «otro siglo», que según la Revelación es «el reino de Dios», es también la definitiva y eterna «patria» del hombre (Flp 3, 20) es la «casa del Padre» (Jn 14, 2). «Ni tomarán mujeres ni maridos» parece afirmar, a la vez, que los cuerpos humanos, recuperados y renovados en la resurrección, mantendrán su peculiaridad masculina o femenina y que el sentido de ser varón o mujer en el cuerpo en el «otro siglo» se constituirá y entenderá de modo diverso del que fue desde «el principio» ya que el matrimonio y la procreación pierden, por decirlo así, su razón de ser.
El enunciado de Mateo y Marcos de que «serán como ángeles en los cielos» permite deducir una espiritualización del hombre según una dimensión diversa de la de la vida terrena (e incluso diversa de la del mismo «principio»). Es obvio que aquí no se trata de transformación de la naturaleza del hombre en la angélica o puramente espiritual. El contexto indica claramente que el hombre conservará en el «otro siglo» la propia naturaleza humana. Si fuese de otra manera, carecería de sentido hablar de resurrección. Resurrección significa restitución a la verdadera vida de la corporeidad humana, que fue sometida a la muerte en su fase temporal, significa una nueva sumisión del cuerpo al espíritu. La resurrección da testimonio, al menos indirectamente, de que el cuerpo humano no está sólo temporalmente unido con el alma (como su «prisión» terrena, cual juzgaba Platón), sino que juntamente con el alma constituye la unidad e integridad del ser humano como enseñaba Aristóteles. Si Santo Tomás aceptó en su antropología la concepción de Aristóteles, lo hizo teniendo a la vista la verdad de la resurrección.
En la vida terrena, el dominio del espíritu sobre el cuerpo, como fruto de un trabajo perseverante sobre sí mismo, puede expresar una personalidad espiritualmente madura; sin embargo, no quita la posibilidad de su recíproca oposición. La verdad sobre la resurrección afirma con claridad que la perfección escatológica y la felicidad del hombre no pueden ser entendidas como un estado del alma sola, separada del cuerpo, sino como el estado del hombre definitivo y perfectamente «integrado», a través de una unión tal del alma con el cuerpo, que asegura definitivamente esta integridad perfecta. Se podría hablar aquí incluso de un sistema perfecto de fuerzas entre lo que en el hombre es espiritual y corpóreo, fuerzas que se encuentran en desequilibrio en el hombre «histórico», desequilibrio que se manifiesta en las bien conocidas palabras de San Pablo: «Siento otra ley en mis miembros que repugna a la ley de mi mente» (Rom 7, 23). El hombre «escatológico» estará libre de esa «oposición».
Los «hijos de la resurrección» -como leemos en Lucas 20, 36 no sólo «son semejantes a los ángeles», sino que también «son hijos de Dios». De aquí se puede sacar la conclusión de que el grado de la espiritualización tendrá su fuente en el grado de su «divinización», incomparablemente superior a la que se puede conseguir en la vida terrena. Esta nueva espiritualización será fruto de la gracia, esto es, de la comunicación de Dios, en su misma divinidad, no sólo al alma, sino a todo el hombre. Esa divinización se entiende no sólo como un «estado interior» del hombre, capaz de ver a Dios «cara a cara», sino también como una nueva formación del hombre a medida de la unión con Dios en su misterio trinitario. La «divinización» en el «otro mundo» aportará al espíritu humano una tal «gama de experiencias» de la verdad y del amor, que el hombre nunca habría podido alcanzar en la vida terrena.
La comunión escatológica del hombre con Dios estará alimentada por la visión «cara a cara» de esa comunión más perfecta que es la comunión trinitaria de las Personas divinas. El amor en la comunión de las tres Personas divinas puede encontrar una respuesta en los que llegarán a ser partícipes del «otro mundo», únicamente a través de la realización de la comunión recíproca proporcionada a personas creadas.
La vida eterna hay que entenderla como plena y perfecta experiencia de la gracia de Dios. Esta «experiencia escatológica» del Dios viviente le descubrirá, de modo vivo, la «comunicación» de Dios a toda la creación y, en particular, al hombre; lo cual es el «don» más personal de Dios al hombre: a ese ser, que desde el principio lleva en sí la imagen y semejanza de Él. El don de sí mismo por parte de Dios al hombre es absolutamente superior a toda experiencia propia de la vida terrena y el don de sí mismo del hombre a Dios será su respuesta.
Reflexión: Partiendo de la frase: “En la vida terrena, el dominio del espíritu sobre el cuerpo, como fruto de un trabajo perseverante sobre sí mismo, puede expresar una personalidad espiritualmente madura”, ¿Consideramos que tenemos una personalidad espiritualmente madura? ¿Qué podemos hacer para mejorar en este campo?
30) El mundo futuro
A base de las experiencias y conocimientos del hombre en «este mundo»- es difícil construir una imagen plenamente adecuada del «mundo futuro». Sin embargo, con la ayuda de las palabras de Cristo, es asequible, al menos, una cierta aproximación a esta imagen. Nos servimos de esta aproximación teológica, profesando nuestra fe en la «resurrección de los muertos» y en la «vida eterna», como también la fe en la «comunión de los santos», que pertenece a la realidad del «mundo futuro».
Las palabras con las que Cristo se refiere a la futura resurrección -palabras confirmadas de modo singular con su propia resurrección-, completan lo que en las presentes reflexiones hemos venido llamando «revelación del cuerpo». Dicha revelación nos permite superar la experiencia del hombre histórico en dos direcciones, la del Principio y la escatológica. El hombre no puede alcanzar, con los solos métodos empíricos y racionales, ni la verdad sobre ese «principio» del que habla Cristo, ni la verdad escatológica. Sin embargo, ¿acaso no se puede afirmar que el hombre lleva, en cierto sentido, estas dos dimensiones en lo profundo de la experiencia del propio ser, o que de algún modo está encaminado hacia ellas como hacia dimensiones que justifican plenamente el significado mismo de su ser hombre «carnal»?
Para la construcción de la imagen de la nueva existencia en el «mundo futuro»-que corresponde a nuestra profesión de fe: «creo en la resurrección de los muertos»- contribuye en gran manera la conciencia de que hay una conexión entre la experiencia terrena y toda la dimensión del «principio» bíblico del hombre en el mundo. Si en el principio Dios «los creó varón y mujer» (Gen 1, 27), si en esta dualidad relativa al cuerpo previó también una unidad tal, por la que «serán una sola carne» (Gen 2, 24), si vinculó esta unidad a la bendición de la procreación (Gen 1, 29), y si ahora, al hablar ante los saduceos de la futura resurrección, Cristo explica que en el «otro mundo» «no tomarán mujer ni marido». Es evidente, pues, que el significado de ser, en cuanto al cuerpo, varón o mujer en el «mundo futuro», hay que buscarlo fuera del matrimonio y de la procreación.
En su situación originaria, el hombre, pues, está solo, en su soledad «se revela» a sí mismo como persona para revelar simultáneamente, en la unidad de los dos, la comunión de las personas. En uno o en otro estado, el ser humano se constituye como imagen y semejanza de Dios. Desde el principio el hombre es también cuerpo entre los cuerpos, y en la unidad de los dos descubre el significado «esponsalicio» de su cuerpo, su llamado a la vida en comunión. Luego el sentido de ser en el cuerpo varón y mujer, se vincula con el matrimonio y la procreación. Las palabras «cuando resuciten de entre los muertos… ni se casarán ni serán dadas en matrimonio» (Mc 12, 25) nos permiten deducir que ese significado «esponsalicio» del cuerpo en la resurrección en la vida futura corresponderá no solo al hecho de que el hombre, como varón-mujer, es persona creada a «imagen y semejanza de Dios», sino también al hecho de que esta imagen se realiza en la comunión de las personas. El significado «esponsalicio» de ser cuerpo se realizará, pues, como significado perfectamente personal y comunitario a la vez.
La glorificación del cuerpo, revelará ese perenne significado del cuerpo humano se descubrirá entonces en tal sencillez y esplendor que cada uno de los participantes del «otro mundo» volverá a encontrar en su cuerpo glorificado la fuente de la libertad del don. La perfecta «libertad de los hijos de Dios» (Rom 8, 14) y alimentará con ese don también cada una de las comuniones que constituirán la gran comunidad de la comunión de los santos.
Las palabras de Cristo referidas por los Evangelios sinópticos (Mt 22, 30; Mc 12, 25; Lc 20, 34-35) nos permiten, en cierto sentido, revisar hasta el fondo todo el significado revelado del cuerpo, el significado de ser hombre, es decir, persona «encarnada», de ser, en cuanto cuerpo, varón-mujer. Dado que las palabras del libro del Génesis eran como el umbral de toda la teología del cuerpo -umbral sobre el que se basó Cristo en su enseñanza sobre el matrimonio y su indisolubilidad- entonces hay que admitir que sus palabras referidas por los sinópticos son como un nuevo umbral de esta verdad integral sobre el hombre, que encontramos en la Palabra revelada de Dios.
Reflexión: ¿Qué implicaciones tiene en mi vida diaria el saber que mi cuerpo va a trascender a la vida futura?
31) El primer y el último Adán
Entre la respuesta dada por Cristo a los saduceos, transmitida por los Evangelios sinópticos (Mt 22, 30; Mc 12, 25; Lc 20, 35-36), y el apostolado de Pablo tuvo lugar ante todo el hecho de la resurrección de Cristo mismo y una serie de encuentros con el Resucitado. En la base de su fe en la resurrección expresada sobre todo en el capítulo 15 de la primera Carta a los Corintios está ese encuentro con el Resucitado, que se convirtió en el fundamento de su apostolado.
Cristo, en su respuesta (pre-pascual) no hacía referencia a la propia resurrección, sino que se remitía a la realidad del Dios vivo del Antiguo Testamento. Pablo, en su argumentación post-pascual sobre la resurrección, se remite sobre todo a la realidad de la resurrección de Cristo. Más aún, defiende esta verdad incluso como fundamento de la fe en su integridad: «…Si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación. Vana nuestra fe… Pero no; Cristo ha resucitado de entre los muertos» (1 Cor 15, 14, 20).
Leemos en la primera Carta a los Corintios 15, 42-46, acerca de la resurrección de los muertos: «Se siembra en corrupción y se resucita en incorrupción. Se siembra en ignominia y se levanta en gloria. Se siembra en flaqueza y se levanta en poder. Se siembra cuerpo animal y se levanta cuerpo espiritual. Pues si hay un cuerpo animal, también lo hay espiritual. Que por eso está escrito: El primer hombre, Adán, fue hecho alma viviente; el último Adán, espíritu vivificante. Pero no es primero lo espiritual, sino lo animal: después lo espiritual». Es significativo en el texto paulino que la perspectiva escatológica del hombre está unida, tanto con la referencia al «principio», como con la profunda conciencia de la situación «histórica» del hombre. Al hombre destinatario de su escrito tanto -en la comunidad de Corinto, como en todos los tiempos-, Pablo lo confronta con Cristo, resucitado, «el último Adán». Al hacerlo así, le invita a seguir las huellas de la propia experiencia post-pascual.
El Apóstol, al contraponer Adán y Cristo (resucitado) -o sea, el primer Adán al último Adán- muestra como entre estos dos polos se desarrolla el proceso que él expresa con las siguientes palabras: «Como llevamos la imagen del hombre terreno, llevamos también la imagen del celestial» (1 Cor 15, 49). Este «hombre celestial», no es la negación del «hombre terreno», sino sobre todo su cumplimiento y su confirmación en el ámbito de los designios de Aquel que, desde el principio, creó al hombre a su imagen y semejanza. La humanidad del «primer Adán», «hombre terreno», lleva en sí una particular potencialidad (que es capacidad y disposición) para acoger todo lo que vino a ser el «segundo Adán», o sea, Cristo. La imagen de Cristo Resucitado que estamos llamados a llevar es la realidad escatológica pero, al mismo tiempo, es ya en cierto sentido una realidad de este mundo, puesto que se ha revelado en él mediante la resurrección de Cristo.
Así, pues, Pablo reproduce en su síntesis todo lo que Cristo había anunciado, cuando se remitió, en tres momentos diversos, al «principio» en la conversación con los fariseos (Mt 19, 3-8; Mc 10, 2-9); al «corazón» humano, como lugar de lucha con las concupiscencias en el interior del hombre, durante el Sermón de la montaña (Mt 5, 27); y a la resurrección como realidad del «otro mundo», en la conversación con los saduceos (Mt 22, 30; Mc 12, 25; Lc 20, 35-36).
En la Carta a los Romanos al decir «…También nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos suspirando por la adopción, por la redención de nuestro cuerpo» (Rom 8, 23), el Apóstol anuncia «la redención del cuerpo» que actúa en el alma del hombre mediante los dones del Espíritu, y en la Carta a los Corintios (1 Cor 15, 42-49) el cumplimiento de esta redención en la futura resurrección. Es decir, la redención es el camino para la resurrección y la resurrección constituye el cumplimiento definitivo de la redención del cuerpo. El «cuerpo espiritual» debería significar precisamente la perfecta sensibilidad de los sentidos, su perfecta armonización con la actividad del espíritu humano en la verdad y en la libertad.
Las palabras de Cristo referidas por los Sinópticos, abren ante nosotros la perspectiva de la visión de Dios «cara a cara», en la que hallará su fuente inagotable tanto la «virginidad» perenne, como la «intersubjetividad» perenne de todos los hombres, que vendrán a ser partícipes de la resurrección. Así mismo, toda la antropología (y la ética) de San Pablo están penetradas por el misterio de la resurrección, mediante el cual hemos recibido definitivamente el Espíritu Santo. El capítulo 15 de la primera Carta a los Corintios constituye la interpretación paulina del «otro mundo» en el que cada uno, juntamente con la resurrección del cuerpo, participará plenamente del don del Espíritu vivificante, esto es, del fruto de la resurrección de Cristo. Estas reflexiones tienen un significado fundamental para toda la teología del cuerpo; para comprender, tanto el matrimonio, como el celibato «por el reino de los cielos».
Reflexión: «Como llevamos la imagen del hombre terreno, llevamos también la imagen del celestial» (1 Cor 15, 49) ¿Somos conscientes de esta realidad? ¿Llevamos en nuestra vida diaria la imagen del hombre celestial?