GAUDETE EN EL MONASTERIO DE LA CONVERSIÓN

En la Gran Víspera del domingo de Gaudete, en el silencio de la fría anochecida en Sotillo de la Adrada, se nos invitaba a preguntarnos en el oficio compartido con la comunidad de qué alegrarnos. De qué gozarnos cuando las noticias solo traen desgracias y nuestras propias líneas de vida dibujan tantos altibajos como la etapa reina de una prueba ciclista. Y, sin embargo, estamos alegres. Esperanzadamente contentos. O gozosamente esperanzados. Es domingo de Gaudete. Y lo hemos vivido en el monasterio de la Conversión, en Sotillo de la Adrada.

Creo que todos a cuantos animé a acudir al retiro de Adviento de la parroquia de San Juan Pablo II sabrán ya por qué les insistía. Pero me gustaría explicarlo a quienes se lo han perdido. No es por el verde que alfombra todo lo que en verano es secarral polvoriento sin asomo de vegetación. Ni es por la fuente de Sicar en medio de la finca y su caminito sensorial todavía por culminar. Ni es por los níscalos recién recogidos que le daban sabor al arroz. Ni es por el coro de hermanas agustinas cantando como los mismos ángeles: ¡Dios mío, “La parábola de la Creación”, canto de entrada de la misa dominical!. Ni es por el clima familiar de convivencia que conseguimos desde el mismo momento de la llegada. Ni es por la procesión de entrada con el evangeliario escoltado por dos velones como en el rito de la ‘statio’ (mistagogía al canto en el rito mozárabe y ambrosiano) hasta depositar la Palabra sobre el altar como un signo de que el Verbo se hace carne definitivamente. Ni es por las claves hermosísimas de las meditaciones en torno a la Anunciación, la Visitación y la Natividad como pistas de despegue para la oración. Ni es por el reencuentro feliz con las hermanas con las que se traba amistad de una vez para otra a las que uno siente como lo que son: los pulmones de su oración. Ni es por la animadísima charla con más de la mitad de la comunidad como el intercambio de experiencias, métodos, vivencias de la sed de Dios a nuestro alrededor…  

Todo eso está muy bien. Y cada una de esas razones motivarían por sí solas la estancia en el retiro, las cuatro horas y pico de viaje, los kilómetros bajo la lluvia. ¡Cuánto más juntas! Pero el motivo de la alegría es otro. Dios ha estado grande con nosotros y estamos contentos. Nos ha devuelto el ciento por uno, nos ha regalado un momento, una palabra, una visión, un comentario, una luz, una sonrisa, una canción, un salmo, una oración, un rosario, un amigo, un cielo, una eucaristía, qué sé yo lo que se lleva cada quien. Yo me llevo todo eso, bien cargado el zurrón para alimentar el espíritu ante la inminente Navidad. 

Hay una expresión que una vez le oí a una hermana HAM en la rueda de testimonios del retiro kerigmático de nuestra parroquia refiriendo cómo le explicó a otra monja la sensación cuando entraba por el patio del complejo parroquial: “Es casa”. Y esa es la que aplico a mis agustinas del monasterio de la Conversión: “Es casa”. Como una prolongación de la parroquia, una extensión de su término territorial en Derecho Canónico donde sentirse a gusto, tanto como en casa. Siento que hablamos el mismo idioma, lo que parecería fácil tratándose de realidades espirituales en el seno de la Iglesia, cada uno desde su estado y su posición. Pero va más allá de un lenguaje conocido. Es sintonía con la misión compartida, ellas desde su carisma particular de contemplar y evangelizar y nosotros desde nuestra implicación en la parroquia, comunidad de comunidades, sin ninguno propio. 

No es que te hagan sentirte muy cómodo, es que la comodidad la propicia reconocer que estamos pisando el mismo terreno. Y que compartimos diagnóstico de la situación general, divergimos algo en los métodos -de manera obligada por su vida contemplativa-, pero convergemos en la experiencia de sentirnos empujados, arrastrados, impelidos, zarandeados, desinstalados, arrebatados por una presencia del Espíritu Santo que explica mucho de lo que nos sucede a 460 kilómetros de distancia como si la comunidad y la parroquia estuvieran viviendo en paralelo experiencias que no hace falta ni nombrar. Y que, en el fondo, consagradas o laicos, somos capaces de levantar el plano de la ruta que llevan recorridos los otros. 

Es familiaridad sin compadreo; es cercanía sin apelotonarse; es cordialidad sin impostura; es afecto de ida y vuelta sostenido en la distancia. Por eso cuando el domingo les planteamos la devolución de visita aprovechando la estancia de la Virgen de Valme en la parroquia, se nos iluminaba la cara a ambos lados de la mesa. Ellas y nosotros pensábamos en otra oportunidad para vernos, para seguir perfilando historias de conversión, apasionantes relatos de profundización espiritual, asombrosas obras que el Espíritu Santo suscita aquí y allá. 

Las palabras se quedan cortas para expresar lo vivido. No es un recurso fácil de autor incapaz -eso por descontado- sino la constatación de que cuanto sucede en el monasterio de la Conversión es mayor que la suma de nuestros esfuerzos; supera el múltiplo de nuestras expectativas; desborda el cuadrado de nuestras iniciativas compartidas. Porque no es tanto programar y ordenar actividades, animar encuentros y acompañar procesos cuanto admirarse de la obra que Dios va tejiendo en su comunidad y en nuestra parroquia, unos hilos invisibles que van bordando en el bastidor de la historia común un dibujo que no nos corresponderá ni siquiera a nosotros descubrir. 

Es algo insensible que aletea y regala la confirmación de que estamos en el buen camino de todo eso de la Iglesia sinodal y la misión compartida con que nos bombardean a cada instante. Parece tan sencillo de alcanzar cuando se está allí… donde hay que cruzar a la intemperie (meteorológica y espiritual) para alcanzar la casa de Dios. Y es tan difícil de explicar cuando se vuelve aquí… donde podemos refugiarnos de la tormenta de la secularización cómodamente instalados en casa y llegar en coche a la parroquia. 

¿De qué tenemos que alegrarnos entonces? De haber estrechado lazos, de haber dejado un pedazo del corazón enredado en los relucientes pinos recién lavados por la  lluvia como si la mano de una Purísima Creación los hubiera exonerado del pecado original del polvo y la arena en suspensión que les roba el lustre en verano, cuando el campo -como esta España descristianizada en la que vivimos- parece viejo, encorvado bajo el peso de los años y de un sol antiguo de justicia que lo aplana todo. Estaba la naturaleza de la finca por estrenar, sin mancha, a disposición de lo que el Supremo Hacedor mandara a la espera de un sí tan diminuto, tan insignificante, tan poco noticioso como nuestra propia vida, al margen de los protagonistas de la Historia. De los que creemos protagonistas.

Un sí, por ejemplo, a acunar al Niño Jesús de la sonrisa mirando no a las estrellas sino a las nubes que pasan ocultando las crestas de las montañas. De eso estamos contentos, de haber contemplado el insondable misterio de la Encarnación donde se esconde la cruz, de haber acompañado a María hasta Ein Karem en un santo viaje que nos saca de nosotros mismos, de haber tenido en los brazos la imagen de todo un Dios que se hace tan vulnerable como un chiquirritín que necesita ser acogido, abrazado, acunado, arropado, achuchado. 

¿De qué estamos contentos? De haber vivido la alegría del domingo de Gaudete sabiendo que sólo Dios basta. Aunque a estas monjas no les basten instrumentos musicales -hasta un violonchelo- ni polifonías para cantarlo y que el eco resuene en Dos Hermanas. Gloria a Dios. 

Javier Rubio 

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